11 de gen. 2007

Pere Salabert: Figuras del viaje. Tiempo, Arte, Identidad









Pere SALABERT: Figuras del viaje. Tiempo, Arte, Identidad, Homo Sapiens
Eds.-Universidad Nacional de Rosario, Rosario (Argentina), 1995.










El ser es tiempo humanizado por la concien­cia del recuerdo. No es in­di­feren­te que nuestra con­ciencia temporal or­ganice su contenido según una cierta lógi­ca, y que ésta propenda a la narración histórica, se estructure en cír­culos concéntri­cos se­gún el modelo mítico u obedezca al im­pulso mo­men­táneo y semiciego de una rememoración automática que la convierte en una artesanía mental cre­adora. Porque al fin y al cabo lo importante es que im­pregnada de sí mis­ma, saturada, esta con­­ciencia des­cien­de un grado en la escala de los tiem­pos y va a recluirse en un estadio de la mne­sis en el que la imagi­na­ción personal hunde sus raíces en la na­tu­raleza pulsio­nal repe­titiva. Y la Historia en este punto no acaba. Se repite. Tampoco decae la Cultura. Vuelve al lu­­gar de su origen en la Naturaleza.
¿No concebía el siglo XVIII el proceso civilizador y cultural de un modo evolutivo? La historia había que hacerla: era el Progreso. Nuestro siglo la vive co­mo un regreso. Ya no la ha­cemos. Ahora se repite o se prolonga sola. O se alarga con el re­torno fantasmático de sus mate­riales en desorden o se debilita hasta evapo­rarse. ¿No se dice que hay que volver al hombre? ¿Y qué es el hom­bre si no el hilo con­duc­tor de la Historia, aquella pasión hege­liana que es su ten­sión interna? Lo que había da­do ori­gen al hombre y a la Histo­ria es aho­ra su pasaje para la vuelta. No hablo de un tiempo que permite nuestra memoria, sino de una me­mo­ria que engendra el tiempo y lo revitaliza con el olvido.
Porque ahora nuestra memoria per­so­nal sumergida en la vida no interpreta el presen­te co­mo un avan­ce en el quehacer. Al contrario, lo contempla co­mo un re­greso impa­ra­ble del pasa­do en el que todo está aún por rehacer. Y esa no es la idea me­dieval de la duración como un flujo. Nuestro tiempo no proviene del fu­turo hacia el pasa­do atravesando el presente fronterizo de nuestro ser. Tampo­co atri­bui­mos al tiem­po pre­sente la tarea de amue­blar el futuro. Lo que ha­cemos con nuestra memoria per­sonal es vivir el retorno fantasmagórico de lo que ya fue agolpándose en un aho­ra que todavía está por hacer aunque ya se presente embarazado de su historia­.
¿Por qué Figuras del viaje? Porque en el cuadro que acabo de esbozar la me­moria colectiva deja paso al olvido es­tético de un indi­vidua­lis­mo múltiple y disperso, cambiante. Todo es ar­te o experien­cia artística según la inmediatez y la fugacidad de aque­lla «inmaculada percepción» de la que hablara Nietzsche. Pulsio­nal y aleatoria, la me­moria se pre­sen­ta libre y crea­ti­va. Pero su reapari­ción no lleva consigo el lo­gos, ni si­quiera el mythos, sino una forma nueva de poiesis pre­via­mente mitificada. Estamos condi­cio­­nados por una mnesis de fanta­sía que no supone opo­si­ción alguna fren­te al olvido. Gracias a ella el arte y la ex­pe­rien­cia en general tienen su consecuencia lógica en un «viaje» de naturaleza simbólica. Su función consiste en proporcionarnos una iniciación esté­tica que no lleva a ningún lado. ¿Su provecho?: exor­cizar el vacío mental.
Todo esto tiene su precedentes. ¿No se inauguró el pensamiento de Platón con la conciencia de la vida como un viaje? El hombre, cuya condición de caído le hacía residente de las sombras, debía levantarse y emprender de nue­vo un viaje místico de conocimiento hacia la luz. Eso le convertiría de re­sidente de las sombras en viajero de la luz. La vida como «tarea» estaba así servi­da durante el largo tiempo medieval. Después, entre el Re­nacimiento y la Ilus­tra­ción, con el singular intervalo del siglo XVI, el mundo sus­tituía aquel via­je por otro: del misticismo del alma en pos de la luz a la lucidez de la mente tras la realidad. Goethe es un ejemplo de tran­sición entre este último mode­lo de viaje y el que le seguirá. Porque inmediatamente después nos en­con­tra­mos con el nuevo modelo romántico. Me refiero al viaje pro­pia­men­te turís­tico, cuyo mejor represen­tante se encuentra en Stendhal. El ac­ceso a la realidad pa­sa ahora por el su­jeto. Quiero decir que la mente lúcida va dejando paso al cuerpo sensible. Las formas de lo vi­sible acom­pa­ñan el periplo via­jero con sus in­sinuaciones es­téti­cas. El re­sultado es una sensibi­li­zación que lo tiene to­do de absorbente. Finalmente, el que recoge to­do esto es el siglo XX. El nuestro es un tiempo que con­serva con particular interés al­gunas de las variaciones más extremas del viaje ro­mántico que es su herencia. No importa la facilidad del desplazamiento con la velocidad y el acortamiento de las dis­tancias. Porque nuestra vida hoy lo tiene todo del via­je iniciático. Hemos in­vertido la dirección del movimiento mís­tico al cambiar el ascenso hacia la luz por un descen­so dosificado hacia la oscuridad, pero por lo demás conservamos entero el modelo platónico. Este suponía un destino ex­terior al individuo. La luz de un saber mayúsculo era el pago del viajero a cam­bio de su desapego a la vida. En cambio nuestro modelo inaugural de viaje romántico no tiene más destino que el in­terior desconocido del sujeto viajero.
Como turista, Stendhal oscilaba entre la total indiferencia y una ex­tre­ma sen­sibilidad. Des­pués, de Lautréamont a Artaud, pasando por Poe y Baudelaire, el em­peño iniciático reco­rre las cloacas del Yo, hurga en la identidad, para desem­bocar nosotros finalmente en el vertedero de un incons­ciente cuya presencia nos causa horror.
Se podría resumir la historia del pensamiento diciendo que es la de un viaje que con el tiem­po cam­bia su orientación para acabar cayendo en un destino inefable que se cumple a cada ins­tan­te. La luz del saber platónico y neoplató­nico nos condujo ha­cia las alturas, fuera del mundo. Era la verticalidad as­cen­dente. Después, la razón de­bía guiar al viajero ho­ri­zon­tal­mente por los de­rroteros del mun­do. Más tarde, aún, la aspiración del Yo a conocerse le orien­ta hacia abajo, le conduce a su propio interior y le hunde en un fondo en el que la luz ha dejado su lugar a la oscuridad del no-Yo. Hemos re­cuperado la verticalidad, pero el sentido del desplazamiento se ha invertido. Así, el pro­ble­­ma de la Iden­tidad rememora el viaje de la Historia como un reco­rrido inútil hacia nin­gu­na parte. De la som­bra del mundo platónico hacia la luz inal­can­zable del sa­ber, y de la lucidez de la razón a la indecible oscu­ri­dad. Es el con­flicto del Yo enfrentado al Otro de sí mismo, a su otro yo indeseable o im­pen­sa­do.
Claro que el tiempo del viaje mítico había encontrado su punto de partida en el asom­­bro. El sujeto del mito se caracterizó por una cierta atonía, durante la cual el recorrido viajero suponía el permanente retorno de lo mismo. El tiempo his­­tó­rico pro­cedió luego del mito mediante una re­cu­peración del tono men­tal per­di­do con el asombro. Aquí el sujeto entraba en lo que He­gel llamó la «pasión» de la his­toria. Era la conti­nui­dad narrativa de un viaje que al in­trodu­cir la di­fe­rencia en su guión se dirigía hacia la Alteridad radical. Ahora, sin embargo, la inaca­ba­ble cri­sis post ha echado sus raíces en una operación nunca ultimada. Por­que practica el relevo de la pasión histórica mediante una pulsión meta­histórica. La fa­cilidad para via­jar y la expansión del tu­ris­mo, unido al pro­gre­sivo empequeñecimiento de nuestro ámbito vi­tal, anulan hoy la au­téntica aven­tu­ra. Y aparece en su lugar la retórica de un exotis­mo prêt à porter, bien dis­pues­to y permanente. Que­dan abiertas con ello las compuertas para el en­cuen­tro con esa Al­teridad temible que anida en no­sotros mismos y nos corroe. Inyecta­da en la historia, la figura pulsional de un Otro abyecto li­quida la con­ti­nui­dad de la razón con la discon­ti­nuidad de la pasión. La na­rración his­tó­rica se des­hace con una discursividad frag­men­ta­ria y difusa que co­rresponde al arte. Por eso el tiempo del calen­da­rio regulador de la vida en co­lectividad de­ja paso a todas las for­mas posibles de un des­tiem­po que es personal y de carácter es­tético. Y en este destiempo la li­ber­tad ya no es concebida como un ob­jetivo trenzado con la acción, sino como un don necesario y determinante para nues­tra actividad vital.
¿Qué es ahora nuestra actual pasión por la «transparencia» ética, sino una va­ria­ción de la limpieza estética? Porque transparencia o limpieza no son términos éticos, sino es­té­ticos. ¿Qué indica esa pasión por desatascar ju­di­cial­mente las «alcanta­rillas» del Estado? ¿Es un deseo de verdad y honestidad? Hay polí­ti­cos hones­tos, incluso argumentaciones públicas deudoras de la verdad. ¿Pe­ro cuándo se ha vis­to que ninguna de es­tas dos cosas le sirva al Estado de sostén, si el pro­pio Platón, perseguidor im­pe­ni­tente de la false­dad y la apariencia, re­conocía la importancia de la mentira para el buen go­bierno de la polis? Ocurre pues que nuestro actual in­terés por la lim­pieza y la trans­parencia se disfraza de preocupación ética, aunque en realidad pro­ceda de una pa­sión estetizante que rechaza el mal olor pero se recrea en el escán­dalo.
Como se ha dicho tantas veces, lo bello es regular y no huele. Lo gro­tes­co, en cambio, es excitante. El efecto colectivo de esta polaridad es la des­terri­toria­lización. El sujeto está, pero no identifica el lugar como suyo propio. ¿Dón­de estoy?, exclama el via­jero asiduo al despertar en una habitación que no le es familiar, en una cama que no reconoce. Es el desfase entre el cambio de las cosas y nuestra capacidad de adaptación a ellas, es un desnivel entre la metamorfosis continua del entorno y nuestra adaptación mental. Hoy nos trasladamos, pero no viajamos. O viajamos sin trasladarnos. Pero tanto en uno como en otro caso, nuestra mirada sobre el mundo es irremediablemen­te turística.